Aquel fin de semana, Evaristo se encontraba de visita en la casita que su viejo amigo, Mario Sepúlveda, tenía en Lezama, al sur de la Provincia de Buenos Aires. Sepúlveda era un comisario retirado que sostenía la idea que «vivir en el conurbano era morir lentamente», así que en cuanto tuvo la oportunidad, decidió vender todo y mudarse al interior de la provincia; además, siendo como era, un adepto a la pesca, al silencio y al clima templado, eligió un destino que llenase dichos casilleros.
—Le digo más, Carriego —comentaba Sepúlveda, convencido—, todos los argentinos de bien, deberían tener la posibilidad de terminar sus últimos años viviendo en el interior.
—¿Usted quiere que nos vengamos en manada todos para el campo, Mario? —respondía Evaristo mientras le cargaba un poco más de yerba a uno de esos mates con forma de pezuña que son tan característicos en la provincia.
—No sea pavote que sabe bien a qué me refiero… y no, no estoy hablando de las viejas paquetas o de los carcamanes burgueses, esos que se queden con su Recoleta, sus barrios cerrados, su botón antipánico y las requisas al pobre tipo que entra a limpiarle la piscina en el country.
—Muy gráfico lo suyo…
—No me interrumpa Evaristo, no empecemos otra vez… yo estoy hablando del laburante de a pie, como usted, como yo. Esos tipos que se rompen el lomo todos los días tratando de parar la olla y que, al volver a la casa, lo hacen con miedo de que algún imberbe que todavía no aprendió a lavarse los calzones, le quite lo que tanto le costó ganar. Y eso en el mejor de los casos ¿Me entiende?
Evaristo amagó con esbozar una respuesta, pero el comisario estaba embalado en el desarrollo de su pensamiento.
—¿Sabe lo que significa, mi estimado, la posibilidad de tomarse un respiro en los últimos años de uno? No tener que estar pendiente de si ha cerrado o no todas las puertas con llave antes de acostarse, de olvidarse de dar una vuelta a la manzana antes de entrar el auto al garaje, ¿De poder caminar con su nieto por la calle con tranquilidad? Eso, mi amigo, no tiene precio y todos tendrían que poder experimentarlo.
—Como una especie de premio por hacer las cosas bien —agregó Evaristo.
—Llámelo como usted quiera, una yapa, un extra de la vida o —como le digo yo—, un final de camino sinuoso. Fin de fiesta y al sobre.
A Evaristo y a Mario, les gustaba reunirse algunas veces al año. No lo hacían por ningún motivo específico más allá de compartir una tarde y comentar, tal vez, casos antiguos y olvidados. No conocían demasiado de sus vidas particulares ni tampoco les interesaba, simplemente disfrutaban de la compañía del otro. La suya era una amistad contemplativa y austera, salpicada de gestos y recuerdos.
—Dígame, Mario, ¿qué fue de la vida del oficial Sandoval?
—Mala cosa esa, Carriego…
El comisario permaneció inmóvil con la mirada fija más allá de las lanchas, del horizonte y del agua, como si buscase alguna explicación en la laguna. Luego dio un último sorbo al mate que tenía en la mano y amplió su respuesta.
—¡Y mire que era trigo limpio Sandoval, eh! Era de buena madera. Claro, hasta que sucedió el asunto aquel de la incautación de estupefacientes.
—No me va a decir que Sandoval se vio envuelto en el escándalo de La banda de los uniformados —dijo Evaristo.
—Precisamente, mi amigo, precisamente. Una lástima. Al final, cayeron porque inteligencia había pinchado un par de líneas… bah, por eso y por el ridículo nivel de vida que empezaron a llevar algunos de sus miembros. ¡Imagínese! Un suboficial cambiando dos veces el auto en un año, y de yapa veraneando afuera… ¡Habrase visto caradurez semejante! La última vez que crucé a Sandoval en tribunales, el muy cobarde no fue capaz de sostenerme la mirada.
—Tan modosito que parecía —musitó Evaristo—, el día en que vi su nombre en los diarios, no daba crédito a mis ojos.
—Es como yo le vengo diciendo, mi amigo. La ciudad te carcome, corroe los valores de la gente, los principios… tarde o temprano te contagia hasta pudrirte por dentro o directamente te mata. Formamos parte de una corrupción sistémica de la cual es muy difícil escapar. Y uno escapa de allí o termina absorbido por ella. No hay manera de ser feliz en una ciudad así.
Esta vez los dos se quedaron en silencio. ¿Qué agregar?, ambos disfrutaban del contrapunto, pero recordar ciertas cosas les provocaba un dolor aséptico y punzante que no querían admitir. A fin de cuentas, era de su propia vida de la que hablaban, de su vida y la de sus amigos. Y eso dolía.
La tarde se despedía con los últimos destellos del sol reflejados en la laguna, en un vano intento por conservar su lugar ante el brillo de una luna que cada vez iluminaba con mayor intensidad. Carriego emprendió la tarea de encender un fuego, compartir carne a las brasas era un último ritual con su amigo, antes de emprender el regreso a Buenos Aires.
Mario Daniel Sepúlveda arrimó al lugar una pequeña mesa de madera, un par de sillas y un pingüino con vino tinto. Sirvió dos vasos.
—¿Puro como siempre, Evaristo?
—Puro como siempre, comisario.
Don Mario le alcanzó un vaso y retomó su labor de adobar un pejerrey de poco más de dos kilos que, orgullosamente, había conseguido pescar en el Río Salado.
—Mario —rompió el silencio, Carriego—, usted sostiene que es imposible ser feliz en la ciudad, pero yo le voy a contar una historia que demuestra lo contrario.
—Tiene toda la noche, mi amigo.
—¿Se acuerda cuando en el ‘93 me encontraba investigando el caso de los Menonitas desaparecidos en Santa Rosa? —inquirió el detective.
—¡Cómo olvidarlo, Carriego! ¡Si al comienzo usted confundió «cuáqueros» con «cuatreros» … ¡Y me hizo conseguir una orden de allanamiento para medio cordón ganadero pampeano! No me haga acordar… es el día de hoy que el Juez Aguirregaray me putea de arriba abajo cuando me lo cruzo por la capital.
—Bueno, bueno... veo que aún lo tiene presente… En fin, dejando de lado mi chambonada, aquellas redadas fueron útiles para dar con la pista de Avelino Molina. El que llamaban “el envenenador de las pampas”, por aquello de poner veneno para ratas en los abrevaderos de los animales, ¿se acuerda? El tipo todavía cumple condena en el penal de Marcos Paz.
—¿Ese no fue el chango que atraparon allá por Salliqueló, cerca del límite con La Pampa? —dijo Sepúlveda.
—Exacto. El mismo. Intentaba llegar al sur y fugarse a Chile a través del paso cordillerano. Bueno, cuestión que hace muy poco lo volví a ver.
—Mientras no le haya aceptado un vaso de agua, Carriego…—acotó, divertido, el comisario.
—¿Qué dice, Mario…? Sírvase otro vaso de vino en lugar de hablar pavadas, y escuche, que esta es una historia de lo más curiosa.
El ex oficial de policía sostuvo la palma de su mano unos cinco centímetros por encima de la parrilla por algunos segundos, y corroboró que el calor del fuego fuera el deseado. Recién ahí se convenció de colocar el pejerrey que acababa de adobar.
—Resulta, que me encontraba yo envuelto en uno de esos encargos… “singulares”, que cada tanto me hacen los muchachos de la sociedad de fomento de Villa Luro. —dijo Evaristo.
—¿Sus amigos de La Liga de Soñadores y Poetas? —preguntó el comisario, con tono burlón.
—Veo que su memoria sigue vigente Mario. Sí, de ellos hablo justamente. Digamos que pidieron mi ayuda para esclarecer un rumor que circulaba intensamente por el barrio. Un rumor sobre un hombre feliz. Raro, ¿no? Imagínese… dar con el paradero de un personaje semejante… curioso como soy, no pude negarme.
—¿Feliz, Carriego?, ¿De verdad me está hablando? —dijo el comisario, al tiempo que se rascaba la cabeza— ¿No pensó que le estarían tomando el pelo?
—Al comienzo dudé, no le voy a mentir, pero lo cierto es que cuando esta gente acomete una empresa, difícilmente estén jugando. Por ello me lancé al ruedo. Sin embargo, me enfrentaba a varios inconvenientes. El primero de ellos fue la falta de información o certezas. Apenas el testimonio de algunos vecinos que aseguraban haberlo visto aquí, allá o más allá. Así, mientras que uno lo había cruzado en el mercado, otro conversó con él en la estación Floresta y un tercero aseguraba haberlo visto en la popular del Club Ferro alentando a su equipo… Todos los informes eran de esa índole, a cuenta gotas y dispersos. Muy poca cosa realmente como para comenzar una investigación o incluso trazar un cuadrante de búsqueda. Desconocíamos, además, su nombre y su paradero. De hecho, no estábamos seguros de que aún viviera. Fue entonces que comencé a desandar un largo camino de entrevistas y averiguaciones, hablando con los viejos comerciantes de Avenida Rivadavia y también con los dependientes de los bares de la zona. Acudí a la sede del Club Atlético Ferrocarril Oeste para consultar el padrón de socios y conversar con los empleados encargados de vender los tickets en las boleterías. Llegué incluso al extremo de recorrer templos y garitos de mala muerte, pero siempre con el mismo infructuoso resultado.
—Como si se lo hubiera tragado la tierra —Sepúlveda, por primera vez, se mostraba intrigado.
—Algo de eso había, Comisario… algo de eso había. Cuando ya me encontraba al borde de abandonar cualquier esperanza, el encargado de la calesita de Plaza Flores, fue quien me puso de nuevo en carrera. Me indicó la dirección de un tal Balverde quien estaba convencido de que lo conocía. Dar con tal persona no me fue difícil, aún vivía en la misma casa que me habían señalado sobre Avenida Gaona y, ¿sabe qué? En ningún momento negó conocer a Venancio Idoyaga.
—¿Venancio Idoyaga? ¿Ese es el nombre del escurridizo y feliz personaje que usted andaba buscando? —El comisario ahora, definitivamente, estaba interesado.
—Así es, mi amigo. Desde que lo oí por primera vez, aquel peculiar apellido llamó mi atención. Más inmerso como me encontraba en echar luz sobre el asunto, omití reparar en ello. Y eso es algo de lo que me arrepentiría tiempo después.
Era noche cerrada en Lezama, y el crepitar de las brasas indicaba la continua y delicada cocción de la pieza colocada en la parrilla. El comisario agregó más carbón al fuego mientras que Evaristo continuó con su relato.
—Retomando, Mario, al susodicho Balverde no logré sacarle demasiada información, ya que constantemente se me iba por las ramas divagando de sus historias vividas con Venancio. Sin embargo, lo que sí conseguí averiguar fue que ambos habían trabajado juntos en los talleres ferroviarios. Y no solo eso, además, obtuve la dirección de la antigua casa de Idoyaga, y hacia allí me dirigí.
El ex comisario observó a su amigo mientras que en sus pupilas se reflejaba el recuerdo de los años pasados. A ambos los unía una amistad sincera, cultivada en los tiempos en que Evaristo ofició de fiscal en la provincia y trabajaron codo a codo juntos. El recuerdo de aquellos buenos viejos tiempos pareció tomar por asalto a Sepúlveda que fue sorprendido por Carriego.
—Mario…Mario, ¿está conmigo o ya le hizo efecto el vino?
—Bueno, si vamos a hablar pavadas, mejor se me va retirando —respondió presuroso el comisario mientras aprovechaba a limpiarse los ojos con el revés de su mano.
—Como le venía diciendo —retomó Evaristo—, en lo que debió haber sido el domicilio de Idoyaga, me recibió una señora que ya peinaba canas y que, según me informó, llevaba varios años viviendo en el lugar. Pude averiguar también que, al momento de comprar la vivienda, esta buena mujer trató directamente con la inmobiliaria pues, al parecer, al antiguo dueño lo habían ingresado en un internado.
—Su historia se pone cada vez más interesante —comentó el comisario, al tiempo que llenaba los vasos con vino tinto.
—No hace falta que le aclare, Mario, que en la inmobiliaria no me facilitaron ningún dato de importancia, aludiendo a vaya uno a saber cúal deber contraído para con su cliente… En fin, que usted ya sabe cómo funcionan estas cosas. Por ello, mi siguiente destino se encontraba en la oficina de recursos humanos de los viejos talleres ferroviarios.
—Claro, hombre, claro, la burocracia…
—Imagine mi sorpresa, Mario, cuando al constatar los registros, me encuentro con el hecho de que… ¡Ningún Idoyaga había trabajado allí! —Evaristo acompañaba su narración gesticulando con sus manos.
—De nuevo este Idoyaga se le escurría entre las manos.
—Eso parecía, comisario, eso parecía… Sin embargo, sí logré ubicar el legajo de Balverde, y aquello me llevó a replantearme algo que había pensado cuando lo conocí.
—Continúe, hombre, continúe…
—¿Vio que más temprano le mencioné haberme topado nuevamente con el cuatrero que atrapamos en Salliqueló?
—No me vaya a decir que están relacionados…
—Comisario, ¿sabe cuál es el apellido materno de Avelino Molina, el envenenador de las pampas? —preguntó el detective.
—Dígame que no es Idoyaga…
—Idoyaga
—¡Qué lo parió! —exclamó sorprendido, Sepúlveda.
—Le hice una visita en el penal —continuaba Evaristo—. Al parecer, fue Avelino quien firmó la internación de Venancio en el internado. Y no solo eso, también fue él quien apoderó a la inmobiliaria para disponer de la casa y hasta llegó a nombrar un albacea para administrar el dinero obtenido por la venta.
—Carriego, creo ir haciéndome una idea de lo ocurrido, ahora lo que aún no consigo ver, es como ha hilvanado usted ambas historias y dónde cuaja aquí el tema de la felicidad que mencionó antes.
—Siempre tan ansioso, comisario… espérese que ahora viene lo mejor. La primera parte de su pregunta se responde fácilmente. ¿Se acuerda de que le dije que el apellido Idoyaga me sonaba de algún lugar? En fin, que no me parecía un apellido demasiado usual en Argentina, así es que destiné un par de noches a indagar en la base de datos del Registro Nacional de las Personas. Resultó que -aunque los Idoyaga tampoco eran solo un puñado- conté con algo a mi favor: Tanto nuestro feliz y escurridizo amigo como el convicto de las pampas, portan nombres algo anticuados para los años que corren, por ello, cuando di con Venancio en el registro y figuraba inscripto como Venancio Idoyaga Molina, recordé a nuestro querido cuatrero. Acto seguido decidí acercarme al penal de Marcos Paz, ya se imaginará. Finalmente, y gracias a la buena voluntad del servicio penitenciario -estimulada con algunos packs de cerveza- pude establecer el vínculo de hermandad entre ambos fulanos.
—No hay duda de que usted siempre fue un individuo de recursos, Evaristo —festejó el comisario.
—En cuanto a la segunda parte de su pregunta, Mario, antes de responder, es menester que le mencione a todos los actores que influyen en la trama. Tenemos pues una familia vasca de tradición sumamente conservadora, al hijo díscolo de un acaudalado personaje, a dos hermanos muy unidos con una concepción diferente de la vida, a un influyente terrateniente y a una cantante oportunista y ávida de reconocimiento que supo estar en el momento y el lugar precisos.
—¿No será un asunto de polleras, ¿no? —preguntó el comisario.
—No exactamente… A esta altura ya sabe que Venancio trabajaba en los talleres ferroviarios. Lo que aún no sabe es que durante varios meses lo enviaron junto con un equipo de trabajo a la ciudad de Carhué, a unos cuarenta kilómetros de…
—¡De Salliqueló! —lo interrumpió Sepúlveda—. Pero claro, hombre… cómo no voy a conocer.
—Precisamente, comisario, lo enviaron desde el ferrocarril con motivo de la extensión del ramal Salliqueló-Rivera, aquel del expreso de cargas. Y lo que empezó como uno de trabajo más para Idoyaga, terminó dando un vuelco cuando el patriarca de la familia Duhau -el terrateniente que le mencioné anteriormente- decidió realizar un gran festejo celebrando la apertura del nuevo ramal.
—¿Y usted quiere convencerme de que el tal Duhau invitó a los empleados del ferrocarril a su fiesta? —Sepúlveda dijo esto utilizando una entonación burlona.
—Claro, Duhau fue el impulsor del ramal. Posee silos y animales en Rivera y con el nuevo servicio tendría una forma rápida y barata de llevar su mercancía hasta el puerto de Buenos Aires. En cierta forma, se benefició gracias a los empleados que usted nombra despectivamente.
—Bueno, Evaristo, bueno…no se ponga a la defensiva. En definitiva, es que la plata llama a la plata
—Por algo es un dicho tan popular, Mario, pero volvamos a Idoyaga —dijo Carriego, cortante— Participar de aquel festejo cambió su vida para siempre, porque allí, mi estimado comisario, el joven conoció el amor. ¿Un amor improbable?, tal vez. ¿Prohibido? ¿Utópico?, puede ser, pero un amor al fin.
—No me va a decir que el muchacho se enamoró de la hija de Duhau. —Nuevamente, Mario Sepúlveda parecía completamente hipnotizado con la historia.
—Parecido, Don Mario, parecido… se enamoró del hijo de Duhau. Y fue un amor correspondido, claro.
—¡A la pelota!
—La otra cosa que usted tal vez ya imagina, comisario, es que los hermanitos Idoyaga eran muy unidos. Al menos siempre lo habían sido, y como le anticipé, el mayor de los dos, Avelino, era… digamos… conservador y retrógrado, para decirlo suavemente, claro. Así es que, cuando su hermanito ferroviario volvió de su viaje y le contó las buenas nuevas, puso el grito en el cielo.
—Carriego… esto se parece cada vez más a esas telenovelas mexicanas… y yo sigo sin encontrar ni una pizca de felicidad en esta historia —comentó el ex-comisario.
—Espéreme que ya casi estamos, Don Mario. Al día siguiente de la mentada discusión, Venancio, ni lerdo ni perezoso, armó el bolsito y volvió para Carhué. Allí pasó los meses de verano y, ambos tortolitos -el ferroviario y el hijo del terrateniente-, pudieron vivir, al menos por un tiempo, su idilio en libertad.
—¿Y qué pasó con el hermano?
—¿Vio, mi amigo, que dicen que el tiempo lo cura todo? Justamente… Avelino al darse cuenta de que la historia iba en serio y anoticiarse mediante Balverde, de lo feliz que era su hermano, decidió viajar hasta Carhué para hacer las paces y darle su bendición. Aquellos fueron los meses en que Venancio retornó al barrio de Flores y los vecinos lo veían inequívocamente y a todas horas, como un derroche de dicha y felicidad. Tan bien andaban las cosas, que la pareja planeaba iniciar la convivencia, mire lo que le digo…
—¿Y Duhau? ¿Estaba al tanto de esta situación? ¿La aceptaba? —preguntó Sepúlveda.
—Ahí quería llegar, comisario. Es claro que Duhau estaba al tanto de las andanzas de su hijo, a fin de cuentas, el muchacho siempre fue un poco calavera y tarambana. Lo único que no permitía el viejo, era que sus trapisondas se hicieran públicas. Todo debía suceder siempre puertas adentro y guardando las apariencias. Después de todo, había un estatus familiar que mantener en la sociedad, o al menos ese era su pensamiento.
—El tipo no quería escándalos.
—Imagínese usted el alboroto, los comentarios… y más aún en el seno de una de las familias patricias de la provincia. Además, aquellos tiempos no eran como los actuales, donde la situación ha cambiado. En aquel entonces había cuestiones que, en determinados círculos sociales, sencillamente no estaban permitidas.
—...
—Así es que cuando Duhau se enteró de los planes de convivencia, ardió Troya. Amenazó a su hijo para que abandonara la relación, lo extorsionó con su propio dinero e incluso llegó a decir era capaz de enviarlo fuera del país con tal de evitar tal escándalo. Y el muchacho, que tal vez sintiera aprecio por Venancio, pero más apreciaba su estatus social y su nivel de vida, fue puesto rápidamente en vereda.
—No estaba tan enamorado, parece…—dijo irónico el comisario.
—No lo sé… lo cierto es que la situación del muchacho era, desde todos los ángulos, difícil. Duhau se encargó de comprarle a su hijo un romance con una cantante que, por esas cosas de la vida, se encontraba de gira por Carhué. Y la muchacha, tentada por el dinero y, tal vez, el reconocimiento, no vio con malos ojos la idea. Finalmente, los millones y las influencias del terrateniente hicieron el resto para acallar cualquier intento de relacionar a su muchacho con Venancio.
—La historia repetida.
—Contra los molinos de viento no se puede luchar, mi amigo. La verdad es que, semejante desengaño amoroso, fue fatal para la psiquis de Venancio. No tanto lo del viejo Duhau, eso en algún punto lo esperaba: Ahora que su pareja lo desconociera de un día para el otro y no aceptara recibirlo, fue demasiado para él. Rápidamente se volvió para el centro y decidió encerrarse en su casa de Flores. Y de allí no salió más. Eventualmente lo despidieron de su trabajo debido a las ausencias reiteradas, y en el barrio tampoco lo volvieron a ver.
—Entonces ese sería el momento cuando el tal Balverde le pierde el rastro.
—Así parece, comisario, así parece. Lenta pero inexorablemente Venancio terminó sumido en un pozo depresivo del que nunca pudo salir. Su hermano lo encontró una tarde en medio de una crisis nerviosa y allí es cuando decidió internarlo. Y hablando de Avelino… recordará, Don Mario, que puso en venta la casa.
—Lo recuerdo, Evaristo, lo recuerdo.
—Avelino vendió la casa y a pesar de haber nombrado un albacea para administrar los fondos, tomó para sí una pequeña porción de lo obtenido por la venta de la propiedad.
—Un fondo de emergencia, digamos —comentó Sepúlveda.
—No necesariamente. Verá usted, Avelino necesitaba el dinero para poder llevar adelante su pequeña venganza personal contra el viejo Duhau.
—¿Para convertirse en el envenenador de las pampas?
—Usted lo ha dicho mi amigo. Resultó ser un tipo metódico, este Avelino. Durante los siguientes meses, realizó un trabajo meticuloso y lo suficientemente espaciado como para evitar ser aprehendido. Se dedicó a atacar los campos del terrateniente uno a uno, lenta y ordenadamente. Dicen las malas lenguas que llegó a matar más de veinte mil cabezas…
—No sé si esos veinte mil animales pagan la locura de su hermano o sus años de cárcel, pero que se la cobró, se la cobró al viejo.
—Como ve, Mario, un tipo cualquiera, como usted o como yo, es capaz de sobreponerse a cualquier prejuicio, sortear sus propios miedos y, contra todo y contra todos, ser feliz —dijo Carriego.
—Tiene usted razón, Evaristo, pero como le dije cuando comenzamos esta charla…la ciudad, tarde o temprano, te corroe, te arruina o sencillamente te mata o mata lo que vos más queres. No hay escapatoria.
—Que lo parió.
Los viejos amigos se levantaron de la mesa y, cada uno por su lado, caminaron hacia la laguna, en silencio.
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